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OPINIÓN | ¿Qué hace única la obra de Gabriel García Márquez?

Valeria Ordóñez Ghio

Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2014). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion

(CNN Español) — La obra de Gabriel García Márquez posee rasgos distintivos, aromas, sabores y acentos memorables. El efecto que causa su literatura en nuestro intelecto es solo comparable con el rastro que deja una emoción profunda, el nacimiento de un hijo, la muerte de una madre, los extravagantes bandazos del amor, las pérdidas sin despedidas. Un accidente despreocupado de belleza y virtud que marcará nuestra vida para siempre.

Quienes, desde otra cultura, se abren al espacio lúdico, y a la vez consciente, de su universo, encontrarán historias y personajes insólitos que nos detallan, cantan y cuentan sin edulcorarnos.

Obras como Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera brillan por sus aportes esenciales en el lenguaje, el despliegue de lo real maravilloso, la universalidad de sus historias y los personajes memorables. Sin embargo, muchos de estos atributos pueden ser encontrados en los clásicos de la literatura universal. Hemingway, Stendhal, Tolstoi, Dickens, Kafka o Yourcenar. En El olor de la guayaba, Gabo confiesa: “Fue Kafka que, en alemán, contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los diecisiete años La metamorfosis, descubrí que iba a ser escritor”.

¿Qué hace única la obra de García Márquez? Una cosmología genuina, expuesta e imaginada a gran escala, un coro de voces y registros distintos, con diálogos delirantes, que nos definen como eslabón trascendental en la historia de las letras y el pensamiento contemporáneo.

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Varias generaciones de autores latinoamericanos que le antecedieron construyeron su imaginario sin tocar la raíz del continente, pero ante la aparición de Cien años de soledad emerge un territorio de tierra fértil en medio de la nieve. El macondiano diluvio de Gabriel García Márquez lo cambió todo.

Qué es Macondo sino el mapa de una ínsula delirada. La casa de la abuela que ha perdido la memoria, ganando, a cambio, el sexto sentido. Qué es Macondo sino ese lenguaje extrasensorial, la metáfora como forma de entendimiento, el vaso de agua que ocultamos bajo la cama, la ofrenda a los espíritus, el silencio ante asuntos inexplicables, demasiado graves como para explayarnos en la sinestesia de la cotidianeidad.

Todo lo que se silenciaba o se traducía al latín, todo lo que se disfrazaba, maquillaba o evadía bajo las soberbias catedrales, transfigurándose en tropos europeos, en él, se libera y asume su peso identitario, el pulso medular de un continente de peroles y ron, butifarras y moscas, piñas maduras, sancochos, acordeones, cafés cerreros sin azúcar, chocolate espeso y panelas derretidas al sol. Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados*.

En sus cuentos, novelas y ensayos se desnuda el realismo mágico, paralelo endémico, sentido de pertenencia y afinado instinto del autor colombiano y universal, para llamar las cosas cotidianas por su esencia.

El sonido que percute, encarna y revive a los muertos, el aire de la tarde invadido de mariposas amarillas, el descubrimiento del hielo y su predestinación para leer el futuro, avizorando el modo en que hoy nos comunicamos: “La ciencia ha eliminado las distancias”, pregonaba Melquíades. “Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa”. Todo estaba allí, no había nada que inventar, solo bastaba describirlo con la altura de los Andes y la arritmia del mar Caribe golpeando, devastando las piedras. Y allí estaba para contarlo el periodista y el escritor, fusionados en una doble llama de talentos.

El matriarcado, las pestes, los caudillos despiadados y solitarios, la mujer que se eleva sobre los tejados, la huérfana que se come la cal de las paredes, el incesto, el viento y las fatídicas circunstancias de la muerte por todas partes. La obra de García Márquez tiene el don de parecerse a su piel, de ser coherente con su biografía. La lírica que destila su voz, el poder transformador de un universo legítimo a través de la magia que inspira su familia, asentada por décadas en un pueblo costeño.

Gabo cambió el paradigma literario del siglo XX. A él le debemos la creación de un canon apegado a nuestra identidad y a la naturaleza épica, poética y sentimental de nuestra idiosincrasia.

A diez años de su muerte, usando la memoria como herramienta de justicia, tras una década de noticias, historias, crónicas surrealistas y desconcertantes, ya no me quedan duda: este continente debería llamarse Macondo.

*La primera oración de El amor en los tiempos del cólera.

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