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OPINIÓN | La tragedia de Haití

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Nota del editor: Roberto Izurieta es director de Proyectos Latinoamericanos en la Universidad George Washington. Ha trabajado en campañas políticas en varios países de América Latina y España, y fue asesor de los presidentes Alejandro Toledo, de Perú; Vicente Fox, de México, y Álvaro Colom, de Guatemala. Izurieta también es colaborador de CNN en Español.

(CNN Español) — El brutal ataque al presidente de Haití, Jovenel Moïse, en su propia residencia y junto a su esposa, en el que parece haber sido un asalto organizado por un grupo de mercenarios bien armados, ha causado el repudio del mundo entero.

Este asesinato muestra, una vez más, la debilidad de un Estado que, a pesar de la muy sustancial ayuda internacional proporcionada a lo largo de muchos años por múltiples instituciones como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, varios gobiernos y organizaciones de las Naciones Unidas, sigue existiendo en esa frontera peligrosa entre un Estado viable y uno fallido. Esta situación no es reciente, comenzó quizás ya durante la revolución haitiana, tras el arresto y muerte en prisión de Toussaint L’Ouverture, el carismático líder de la revolución, a principios del siglo XIX.

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El karma de muchos Estados débiles es la súbita riqueza (petrolera, en diamantes, etc.) en los cuales aquellos grupos cuyo interés es explotar esas riquezas para beneficio propio fomentan la desgobernabilidad, lo cual les permite seguir explotando los bienes del Estado. Quizás Venezuela sea un ejemplo. Pero en Haití esas riquezas no existen, aunque hay claramente intereses que se benefician lo suficiente de la inestabilidad del Estado como para, aparentemente, haber corrido el riesgo de contratar a un numeroso grupo de mercenarios bien organizados y armados que asesinaron a un presidente a quien, de alguna manera, deben considerar una amenaza para su negocio. ¿Por qué? No tengo la respuesta, puede haber numerosas explicaciones, y serán encontradas.

Entretanto, es importante insistir en que las numerosas organizaciones internacionales de ayuda y los gobiernos de buena voluntad que han apoyado a Haití tienen la obligación mínima de garantizar que la totalidad de los recursos proporcionados a ese país para obras de mantenimiento y renovación de infraestructura, educación, salud, desarrollo, etc., sean usadas íntegra y adecuadamente para esos fines y que no puedan ser desviados bajo ningún concepto, por difícil o complicado que sea garantizarlo.

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En caso contrario nos convertiremos en cómplices del desgobierno, la corrupción y el mal manejo. Se han hecho ya múltiples esfuerzos en este sentido, pero es algo que debe ser continuado e intensificado.

Haití tiene de todo: violencia, crimen organizado, pobreza extrema, falta de servicios básicos, salud, educación, infraestructura básica y mucho más.

Para resolver estos problemas debemos ponerlos en un orden que podría hacer viable el irlos desenredando y resolviendo. Unos de los mejores consejos que he escuchado en mi vida fue un comentario de la madre de un amigo que me dijo: “¿Cómo haces cuando tienes tres problemas gordos?” A lo que ella misma responde: “Lo mismo que harías para pasarlos por una puerta: de uno en uno”. Y tiene razón.

En este caso, se debería comenzar por proveer seguridad a la comunidad e investigar este asesinato con ayuda internacional, llevando a la justicia a todos los responsables. Pero la seguridad física de los ciudadanos requiere fuerzas de seguridad bien dirigidas y respetadas, y para ello se necesita el desarrollo de instituciones verdaderamente democráticas. Una democracia no solo equivale a elecciones libres, sino que requiere -sobre todo- la construcción y el desarrollo de instituciones del Estado con poderes separados y limitados (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) que ejerzan contrapesos entre ellos. El famoso equilibrio de poderes.

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Pero esto, ya enormemente difícil, no es suficiente. La seguridad de la población haitiana no es solo la física sino también la económica y social, el derecho al trabajo, a tener un techo bajo el cual cobijarse, alimentarse, educar a los hijos… Y la pandemia ha agravado estas injusticias sociales que ya eran enormes. Como lo manifesté en un artículo en CNN en abril del año pasado, los países pobres no tienen los recursos ni la capacidad de endeudamiento para hacer frente a una pandemia, y por lo tanto son los que más la sufren, multiplicando las diferencias socioeconómicas aún más, incluso dentro de cada país.

Es claro que todo esto no puede resolverse en siete días. ¿Por dónde comenzar? Tras el terremoto de hace una década, la comunidad internacional hizo importantes esfuerzos para recuperar la infraestructura de Haití, pero, por ejemplo, hay aún áreas de difícil acceso, particularmente en invierno. El garantizar carreteras y caminos de acceso a todos los ciudadanos durante todo el año (algo que en otros países damos por descontado) es un primer paso hacia la seguridad del trabajo, la educación y la salud, pues permite que los productos de la tierra lleguen a los mercados, que los vehículos no sean destruidos por vías imposibles (lo cual hace que el transporte sea enormemente caro), que los niños y jóvenes lleguen a sus escuelas y los adultos a su trabajo, que los enfermos puedan ser llevados a los centros de salud y hospitales a tiempo.

Más aún, la construcción de caminos vecinales también es fuente de trabajo para las comunidades más pobres. La sostenibilidad a muy largo plazo de estas (y otras) iniciativas debe ser considerada una prioridad, y la comunidad internacional deberá aceptar explícitamente esta dependencia a largo plazo si queremos llegar al éxito.

El problema de Haití debe hacernos reflexionar sobre otros Estados de la región. En una magnitud algo menor, Venezuela está ya enfrentando problemas similares. Por momentos temo incluso que Venezuela haya ya pasado la línea invisible que separa una situación imposible de otra en la cual la vuelta a la democracia sería la solución a todos los problemas acumulados por la dictadura. El problema en Venezuela parece ser que la presencia de un Estado formal ya casi no existe en muchas partes del territorio (urbanas y rurales) y las bandas criminales (organizadas a mayores o menores niveles) son las que reinan.

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