Madrid: ruta para mujeres en Navidad
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Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2014). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora.
(CNN Español) — Hay una ciudad a donde escapan las mujeres solitarias, o acompañadas, seres sensibles, que conocen y defienden el sagrado valor de la independencia. Una ciudad diáfana y peatonal, de calles rectas y majestuosa arquitectura, puede muy bien salvarte la vida, ese lugar que se acopla como un guante de seda entre mis dedos abre sus puertas a todos mis anhelos este fin de año.
Desde el aire, Madrid parece una maqueta elevada e inalcanzable, un laberinto arquitectónico perfecto, donde es mejor perderte que encontrarte en tus delirios. Los vuelos procedentes de América Latina y Estados Unidos aterrizan, generalmente, sobre el mediodía. Ese es mi momento preferido, llegar, respirar el olor a castañas y leña mojada camino al hotel, darme una ducha caliente, beber un chocolate caliente y salir a perderme en el poderoso espíritu de la ciudad.
En Madrid solo se puede vivir la soledad compartida, amenizada por el bullicio de los bares y el murmullo de los museos, verdaderas catedrales erigidas al talento, la belleza, y al esfuerzo de la humanidad por conservar impoluto el corazón de sus joyas. Mi primera visita: El Prado. ¿Cuál de todos los caminos puedo tomar en este fabuloso trayecto de ida y vuelta, entre el renacimiento, el neoclásico o el romanticismo? Busco los antiguos rostros, que, de a poco, emergen del óleo a mis ojos. Adivino las imágenes esbozadas, capa por capa, sobre la tela. ¿Tal vez mi alma quedó atrapada en uno de estos relatos? El Prado cuenta con una amplia colección de obras de arte, muy pocas han sido esculpidas o pintadas por una mano de mujer. Hoy rindo tributo a una de ellas, Angelica Kauffmann, su pincelada delicada y certera propone un punto de vista diferente al de los pintores de su época, la mirada de Kauffmann sobre Anna Escher von Muralt resulta muy peculiar. ¿Cuántas obras de arte fueron creadas por mujeres, a cuántas de ellas no les permitieron firmar con su nombre, y hoy aparecen amordazadas con el apellido de un hombre?
Dejo atrás el Paseo del Prado, busco un lugar para “tapear” en el Barrio de las Letras. Frente a un coqueto restaurante, visitado por autores, lectores y editores, se encuentra el Convento de Las Trinitarias Descalzas de Madrid, donde, según rigurosos estudios sobre el destino de los restos de Miguel de Cervantes Saavedra, desde el 23 de abril de 1616 descansan los restos del autor. Mientras pruebo un vino tinto, espeso y afrutado con un revuelto de cebollas y pimientos rojos, el sabor de la tierra me regresa la visión de Dulcinea del Toboso, narrada por la voz de El Ingenioso Hidalgo: “Moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora (…)”.
Me he saltado la siesta madrileña, buen momento para la pausa y el descanso, pero la única manera de evitar el jet lag es resistir despierta hasta bien entrada la madrugada. Camino hasta la Casa del Libro de Gran Vía. Descubro un peculiar volumen de la autora española Rosa Montero: “El peligro de estar cuerda”. La obra relata su experiencia como lectora de libros de neurociencia y psicología, y se basa en los nexos entre la creatividad y la inestabilidad mental. “Los salmos fosforitos”, de Berta García Faet, mi gran descubrimiento en este viaje, una excelente poetisa, joven y desprejuiciada, basta leer dos páginas y adentrarse en la intimidad de sus palabras para volver al memorable verso de Walt Whitman: “Quien toca este libro toca a ‘una mujer’”.
Compro un diario rojo con olor a nuevo, algo que me inspire y rompa la maldita condición de la página en blanco. Regreso al hotel. Hay tanto que hacer esta noche. Me asomo al balcón de la Plaza Santa Ana, los restaurantes ya sirven su aperitivo, mientras el badajo del campanario más cercano llama a misa, el Café Central promete un virtuoso programa de jóvenes jazzistas. Tengo entradas para el teatro Luchana, veremos la obra: “Victoria viene a cenar”, de la dramaturga Olga Mínguez, dirigido por Carmen Nieves, el espectáculo recoge el encuentro entre Clara Campoamor y Victoria Kenten una noche decisiva en la historia española contemporánea: la lucha por conseguir el sufragio femenino.
¡Se me ha hecho tarde! Bajo corriendo y llego a tiempo, poco antes de cerrar, a una pequeña tienda de segunda mano en el barrio de Lavapiés, compro un vestido vintage, un camisero de los años ochenta para mí, abrigos y faldas de los noventa, como obsequio de Navidad a mis mejores amigas, que no tardan en llegar.
¿Por qué elegí Madrid para este reencuentro? Me pregunto mientras las espero en la estación Puerta de Atocha Almudena Grandes. La respuesta brota de las palabras de Almudena: “En esta villa plebeya nadie es más que nadie”. “(…) Hemos cambiado mucho y no hemos cambiado nada. Ahora somos más variados, más altos. Yo creo que también más guapos, porque hay madrileñas con ojos rasgados, madrileños con la piel de ébano, chulapos andinos, chulaponas eslavas, chilabas, turbantes, túnicas de todos los colores, ecos de lenguas imposibles y bellísimas en los vagones del metro. Ellos, ellas somos nosotros, nosotros somos todos, y todos somos Madrid, una ciudad enamorada de la felicidad”.
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